El otro día me desperté pensando: Tengo 23 años. No puede ser, dije. Si tenía 19. Pero tengo 23. No se me va el susto. Y aquí estoy, en la ducha. Y tengo 23 años. Y las dudas no se van con el agua. Por caliente que esté. Por fría que esté. Me seco y vuelven a aflorar como una erupción cutánea.
Esa cosa que empieza a seguirme en un día que se anuncia no normal. Me molesta no saber exactamente dónde atacar. Dónde apretar para saber qué siento. Sí, hay algo en el día de hoy, en mi día, que me incomoda. No me deja tranquila y ya es por la tarde. Ahora me acuerdo del poema. Lo he visto esta mañana y me acuerdo ahora. Es eso. No sé si iba para mi. Pero ese poema se me ha clavado en la cabeza. Un poema-espina. Un aguijón que me obliga a pensar.
Me hace falta un poco de mi parte más loca. ¿Y si no me doy cuenta cuando sea el momento de romper con esta vida? ¿En qué punto voy a dejar los souvenirs para guiris (y trabajos similares) para hacer "lo que me gusta"? Los meses pasan. Esa es la certeza más cierta que tengo. Esta ciudad nos colapsa de posibilidades. Y los días pasan así. Eso me asusta. Echo de menos la casa del pueblo y el aburrimiento. El no tener más remedio que fantasear para pasar las horas. Y qué delicias me inventaba para mí. Tristeza de un viernes por la tarde sin saber qué, solo tristeza. Tristeza sin dolor, sin rabia. Tristeza cansada. Tengo 23 años y estoy enamorada.
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