Recuerdo que siempre me gustó la idea de vivir en una ciudad
grande. Y Barcelona era bastante atractiva desde mi aburrida existencia.
Necesitaba empezar a vivir mi vida, construirla solita. Y fue duro empezar. Esa
soledad que sentía no se ha marchado, pero he aprendido que nuestra convivencia
no es solo amarga. Al fin y al cabo
somos uno y el resto del mundo es otra cosa. A veces pienso que tengo poco.
Otras veces preferiría tener menos. Y en la ciudad la única forma de sentir el
vacío como sintonía de vida es emborrachándose. Siento que el cemento me atrapa
manifestando su estúpido vivir civilizado. Alejándome de mi conversación con
los ríos y de lo animal más allá de la infancia. Ahora, tumbada en este suelo
aún frío, con una tormenta sin rayos allí fuera que durará menos de lo querido,
no siento odio ni amor por la ciudad. Solo la culpo por atraparme largos días,
pero rechazo la idea de abandonarla. El verano se acerca y con él mis dolores
de tripa. Una televisión a todo volumen. Los coches. Un vecino haciendo la cena.
Y el gato de arriba que maúlla cuando su amo llega a casa. Puedo reconocer a
Joana solo con entrar por la puerta de abajo. Se acabó el suelo, se abre el
telón.
El cielo limón ácido. El gris cargado de radioactividad para el alma. Los sentidos atentos, el espíritu brinca de un lugar a otro. El espacio donde pueden pasar cosas. La posibilidad. La mirada brilla. Sabe un no-sé-qué. Electricidad en el aire. El dramatismo de las nubes, la fuerza de lo invisible. Palabras corrosivas. Palabras que engendran algo diferente. Conciencia de lo irrepetible. El doble fondo de los días. Las palomas también brillan, y la carne caliente desea. La novela de cada microcosmos. Y los encuentros multiplican dimensiones, expanden el tiempo. La acción suspendida en el aire. La realidad es lo que puede ser. La irrealidad es sólida y dolorosa y bella.
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