El verano de entonces. Tenía el pelo larguísimo y con unas
ondas que me encantaban. Estaba realmente emocionada con mi huida. Pero quería
paralizarlo todo. Jugar a alargar el tiempo como poderosa hada. El camino elegido.
Qué miedo el vivir. Qué ganas de zarpar. Mamá me había preparado el desayuno,
tostadas con mantequilla y azúcar, mi favorito. Fui a pasear buscando el rumor
del arroyo. Planté la bicicleta bajo un joven olmo y junté un montoncito de
piedras al lado. Era la señal que Annita y yo utilizábamos para no interrumpir
nuestra deseada soledad. Solíamos ir por allí a menudo. Por entonces nos
habíamos leído Siddharta y estábamos flipadas con el budismo. Supongo que de
ahí mi decisión de matricularme en filosofía. Pensando que me especializaría en
filosofía oriental. Todo clarito. Todo planeado. Empecé mi plácido paseo. Dulces
palabras del agua que corría con pocas ganas. Belleza absoluta en las flores. Y
el verde que junto al azul eran lo supremo para el sentido de la vista. Todo
era armonioso. Comprendía y sentía cosas que pensaba que nunca podría dejar
atrás. No consideraba mi juventud porque justo entraba en ella.
En Barcelona hace días que llegó el verano. Personas rojas me preguntan los precios de los sombreros. Y suspiro tras el mostrador. Tortuga en tortuguera. No entiendo por qué se asume socialmente que la vocación es algo natural. Hecho que nos hace desgraciados a los que no tenemos vocación alguna. Así que nos pasamos la vida buscándola. Hace un año tal vez pensaba que todavía podía encontrarla. Aunque sé que la vida es algo más que eso. Cuadrar caja, mi mayor reto diario.
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