Se acercó a la orilla del río, a pleno sol. No había nadie y se sentó en un banco. No muy lejos se oía la carretera. El agua estaba tranquila. Las hojas tampoco se movían, y el empedrado, bajo la luz deslumbrante, casi brillaba. Sólo un árbol entre todos empezaba a ponerse amarillo. Y todavía mariposas. Qué octubre tan raro. En este lugar te conté mi secreto. Hace meses de eso. El tiempo cada vez significa menos, y la sombra más. Habrá que esperar hasta noviembre para el otoño.
El otoño libre, cálido. Pasear para perderse, abrigarse un poco y encontrar ese café en ese sillón. Abrazarse por la tarde-noche-mañana. El hueco entre tu oreja, tu mandíbula y tu cuello es una de esos rincones cómodos donde uno se cobija. Ésos que son de madera y los baña una pequeña luz amarilla. Te arrebujas en un sofá y todo huele a té verde y a miel. El humo te envuelve y te abriga. Y el tiempo se desliza pausado y continuado bajo la suave calentura.
Estaba incómoda. Las moscas le iban a la cara y no la dejaban pensar en lo que quería con la suficiente concentración. Abrió los ojos y miró hacia atrás, más allá del banco, a su derecha. Antes no había reparado en el bulto. Un cadáver. Un gato muerto.
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