De pronto despertarse un lunes junto a él fue triste. Fantasmas tridimensionales se elevaban con lentitud desde el suelo y le nublaban la mirada. Él tenía cosas que hacer cada día. Y ella tenía ese vacío que aparecía un poco antes de la despedida. Una oscuridad intermitente. Esa oscuridad de hilos finos que se filtra en la alfombra de mimbre y se disuelve entre los grumos del zumo de naranja. De la noche todavía recuerdos pastosos entre los sueños. Dudas e inseguridades que se inflaman y se deshinchan caprichosamente.
Cayó la mimosa, el viento la tiró. Ahora está totalmente torcida, pero no está muerta. Ahora es un borrón horizontal que mancha la vida de amarillo. Tan suave como las palabras que salían de sus labios, que habían madrugado y bailaban con pereza por el salón. Tantas cosas invisibles aleteando en el aire. Ella intentaba escucharse, pero había interferencias, nubes verdes afiladas que soltaban chispas y gases densos y cerosos que subían, se mantenían en el aire un poco y caían. Demasiada niebla detrás de las pupilas.
¿Es más existente un ladrillo que un sueño? En tanto que ilusiones, los espejismos son reales. Para ella era más verdadero su miedo a la oscuridad que los materiales de los que estaba hecho el interior de la pared de su habitación. Un derrame hacia dentro: abismo sobre abismo. La espesura gris del lodo espiritual. El suelo resbala esta mañana más que nunca.