El cielo limón ácido. El gris cargado de radioactividad para el alma. Los sentidos atentos, el espíritu brinca de un lugar a otro. El espacio donde pueden pasar cosas. La posibilidad. La mirada brilla. Sabe un no-sé-qué. Electricidad en el aire. El dramatismo de las nubes, la fuerza de lo invisible. Palabras corrosivas. Palabras que engendran algo diferente. Conciencia de lo irrepetible. El doble fondo de los días. Las palomas también brillan, y la carne caliente desea. La novela de cada microcosmos. Y los encuentros multiplican dimensiones, expanden el tiempo. La acción suspendida en el aire. La realidad es lo que puede ser. La irrealidad es sólida y dolorosa y bella.

lunes, 7 de julio de 2014

Tormentas de verano y agujeros flotantes


Me quedé en la habitación sola un domingo por la tarde, pronto. En ese cuarto que nunca ha sido del todo mío, y que pronto será de otro. Era julio y domingo y no supe qué hacer. No es que no tuviera ideas, es que no eran buenas y que no tenía ganas. Y el señor del balcón de enfrente, un poco más arriba, continuaba en su silla, detrás de sus macetas con plantitas, observando la calle. La calle, el cielo y los balcones de nuestro edificio. O quizá no observando nada. Parecía estar con la mirada perdida, evocando recuerdos de tiempos seguramente lejanos. No estaba segura de si me veía, sentada en el borde de la cama, con la puerta abierta y la cabeza hacia afuera. El hombre estaba inmóvil, con la piel  tan blanca como el pelo que le quedaba, las arrugas al sol y la expresión vacía. Pasaba así todas las tardes, aproximadamente de cinco a ocho. A esa hora volvía a entrar en casa. A mi me daba cierta envidia esa habilidad de pasar horas en soledad y silencio, dentro de sí mismo. Hace tiempo eso se me daba mejor. Ahora echo más de menos a los demás. Sólo a algunos. Especialmente a él. Y además se me había quedado el olor de su piel en la nariz, justo debajo. Se quedó ahí casi hasta el día siguiente.

Iba de espaldas en el vagón, el mar a la derecha. Pasamos al lado de unos edificios estropeados de por lo menos quince pisos con ventanitas pequeñas y cuadradas. Las ventanas oscuras se iban alternando con las iluminadas en el desorden de un atardecer cálido y azul que iba posponiendo con delicada lentitud su llegada definitiva. Había tantas ventanas con cosas y personas y cotidianidades dentro sin que yo supiera nada de todo eso. Yo pasaba a unos metros en un suspiro de tren, un jueves de anochecida. Y veía las ventanas como una estela de ojos abiertos y cerrados. Cuerpos vivos ajenos a mí. Otra vez el cielo, ahora malva donde se juntaba con el mar, plateado. Una reunión de pájaros oscuros en un tejado, tomando el fresco. Ya quedaba poca luz, pero aprecié el tono rojizo del muro de tierra, y encima los pinos. Hace tiempo que los pinos me traen sensaciones que son  caricias o refrescos. Desde mi mirador ambulante, ventanas y cables a toda velocidad. Casi de noche, subí a casa caminando, entre siluetas. Me desperté a las 6:13 de la madrugada con la tormenta. El cielo estaba amarillo, te lo juro, era de aquellos. Fue un atisbo de día amarillo. Quién sabe, Rita, quizá vuelvan, ahora que tu y yo retomamos el compartir techo y sofá.